Época: Eco-soc XVII
Inicio: Año 1600
Fin: Año 1660

Antecedente:
Dificultades demográficas



Comentario

La variación del signo de la coyuntura económica general desde fines del siglo XVI se tradujo en dificultades para el normal desarrollo demográfico de Europa, que se vio condicionado por las nuevas circunstancias de crisis. En el siglo XVII, por lo demás, los obstáculos maltusianos para el crecimiento poblacional -las guerras, las enfermedades y el hambre- seguían siendo muy poderosos en una gran parte de Europa (K. F. Helleiner). Este tipo de dificultades no constituían ninguna novedad, pero ahora se presentaron con una mayor crudeza y resultados más negativos que en el siglo anterior. El hambre, la guerra y las epidemias o, lo que era más frecuente, una combinación de todo ello, podía duplicar la tasa de mortalidad nacional o multiplicar muchas veces la tasa de mortalidad de una región, aldea o parroquia (Michael W. Flinn). Estos elementos definen el modelo de crisis demográfica de tipo antiguo que prevaleció en la Europa del Antiguo Régimen.
Las crisis de hambre fueron frecuentes. Los límites de la expansión agraria del siglo anterior determinaron la dificultad de alimentar a una población en constante aumento. El precario equilibrio entre el incremento de la producción agraria y el crecimiento demográfico quedó roto. Esta situación se agravó como resultado de los efectos negativos de una climatología adversa. Se especula con la posibilidad de un enfriamiento atmosférico general, que provocó una pequeña edad glacial. La alternancia de sequías, lluvias torrenciales y heladas determinó un endurecimiento del clima, arruinando a menudo las cosechas e incidiendo en fuertes alzas del precio del trigo.

Según Mousnier, el siglo XVII fue un período de grandes irregularidades atmosféricas y malas cosechas en Francia. De esta situación derivaron escasez de alimentos, plagas y una alta tasa de mortalidad, conjunto de calamidades que los coetáneos conocían como "mortalités". De ellas, las más graves se produjeron a comienzos de los años treinta de la centuria y entre 1648 y 1653, coincidiendo con el estallido de la Fronda. En España, la sequía y la langosta provocaron malas cosechas en los años 1629-1631, 1649-1652, 1659-1662 y 1682-1684. La caída de la productividad agraria que caracterizó al siglo no comenzó a superarse hasta los años 1660-1680, según las regiones. En Nápoles y Sicilia, las grandes revueltas contra la Monarquía hispánica vinieron precedidas de épocas de carestía.

El incremento de la mortalidad que acompañaba al alza violenta del precio de las subsistencias venía inmediatamente doblado por una caída de la natalidad, que dificultaba aún más el proceso de regeneración demográfica. J. Nadal ha demostrado, por ejemplo, la estrecha vinculación de los fenómenos de carestía y desnatalidad en Gerona durante el período 1670-1700, comprobando cómo a los picos de cotización máxima del trigo en los años 1678, 1683-1684 y 1692-1697 correspondieron los mínimos de nacimientos de 1679, 1684 y 1695-1697. Por el contrario, los períodos de precios bajos del trigo se correspondieron con máximos de natalidad.

Como solía suceder, los períodos de hambre coincidían con la propagación de epidemias. La peste bubónica continuó castigando duramente a Europa durante el siglo XVII. La desaparición de esta mortífera enfermedad de la faz del Continente hubo de aguardar a comienzos del siglo XVIII: la epidemia de Marsella de 1720 fue la última de este género.

Durante la centuria del Seiscientos se sucedieron varias oleadas pestíferas. Coincidiendo con el cambio de siglo, durante los años 1596-1603 se propagó una epidemia en los países de Europa occidental, conocida como peste atlántica. Afectó a Inglaterra, a Francia y a la Península Ibérica, a donde llegó a través de los puertos cántabros. Desde allí se extendió al interior peninsular, provocando alrededor de 600.000 muertes. A lo largo de la primera mitad de la centuria se detectan otras epidemias de peste. Amsterdam, por ejemplo, resultó afectada en 1624 y 1636. Entre 1629 y 1631 hubo un contagio en Cataluña, extendido desde Provenza y Languedoc.

Sin embargo, la epidemia más grave y difundida se produjo en los años centrales del siglo. Teniendo como foco originario Argel, en el norte de África, la peste llegó a las costas levantinas de la Península Ibérica en 1647. Desde Valencia la epidemia se expandió en doble dirección Norte-Sur, afectando a las regiones de Murcia, Andalucía, Aragón y Cataluña. Desde Barcelona la peste, que penetró también en Francia alcanzando la Alta Auvernia y el área parisina, se extendió a Mallorca, y desde allí a Italia. Cerdeña padeció el contagio entre 1652 y 1656 y Nápoles entre 1656 y 1659. Génova resultó también duramente afectada.

Las consecuencias fueron hondamente negativas. Cataluña perdió en su conjunto entre un 15 y un 20 por 100 de su población. En la Baja Andalucía, según Domínguez Ortiz, murieron unas 200.000 personas. El antiguo emporio sevillano se sumió definitivamente en la decadencia, después del período de esplendor que experimentó en el Quinientos. Nápoles y Génova sufrieron la sustancial pérdida de casi la mitad de su población. Puede decirse que la peste de Argel selló sin paliativos el declinar del antaño vigoroso mundo mediterráneo.

La historia de las grandes epidemias de peste no se detuvo a mediados del XVII. Aunque con radios de acción más reducidos y menores consecuencias negativas globales, se produjeron otros contagios en la segunda mitad del siglo. Amsterdam sufrió una epidemia en 1664, que un año más tarde, en 1665, se hallaba en Londres. Murcia y Andalucía volvieron a experimentar los estragos de la enfermedad bubónica entre 1676 y 1683, años en que la peste se propagó desde Esmirna y Orán. El Beauvaisis francés y la cuenca de París padecieron también epidemias de peste en 1662 y 1694.

La guerra constituyó otro agente de despoblación, tanto por sus efectos destructivos directos como por los serios problemas económicos inducidos, por una parte, por la presión fiscal que originaba su financiación y, por otra, de la leva de hombres, que detraía fuerzas productivas. La guerra de los Treinta Años, que asoló el centro de Europa entre 1618 y 1648, y su prolongación en el enfrentamiento franco-español hasta 1659, constituyeron los conflictos más importantes del siglo, aunque no los únicos. El cálculo de las víctimas de la guerra es dificultoso, pero sus consecuencias, en todo caso, deben ser estimadas teniendo presente que constituía un fenómeno estrechamente ligado a las otras dos grandes causas de mortalidad catastrófica, el hambre y las epidemias.

Finalmente, el análisis demográfico del siglo XVII no debe olvidar los grandes movimientos de desplazamiento poblacional, que se tradujeron en apreciables pérdidas para las áreas que los soportaban. La presión señorial en el centro de Europa provocó un flujo constante de campesinos hacia el Este. Otra corriente migratoria característica vino definida por el trasvase de población castellana a América, todavía poco conocida para este período, pero que constituyó un drenaje continuo de elementos activos, intensificado sin lugar a dudas por las propias condiciones de crisis del siglo. Las migraciones forzadas por la guerra o causadas por conflictos de carácter socio-religioso no terminaron en este siglo. La expulsión de los moriscos españoles en 1609-1610, la persistencia de la corriente de desplazamiento de calvinistas de los Países Bajos a Inglaterra o la huida de hugonotes franceses tras la revocación del Edicto de Nantes pueden contarse dentro de este tipo de fenómenos.